¿Y vos, de dóonde sos?

Yo salía a ese momento del corredor que conducía a mi casita, o a la calle, según el rumbo practicado, por ahí en la Blanqueada. O sea que me dirigía hacia la calle. "¿Para qué?", se preguntará el lector chismoso. Y me encontraría bien incapaz de contestar esta pregunta. Supongamos que me iba para el centro, al cine, o a la casa de algún amigo, o a dar clases, o a hacer compras. Poco importante resulta ser ese asunto. El hombre aquel se apoyaba contra la pared, a escasos centímetros de la vereda misma. Fumaba un cigarrillo, y miraba el piso, con los ojos perdidos en el vacío, protegidos del sol por su gacho gris un poco inclinado hacia adelante. Cuando estaba por pasar frente a él, levantó la vista, y me apostrofó con esa pregunta, sin que yo le hubiese dicho ninguna palabra con acento acusador.

– ¿Y vos, de dónde sos?

Me observaba con una sonrisa franca y luminosa; recién había tirado el cigarrillo apenas consumado al piso. "¿Me está cargando este tipo?", pensé.

– ¿Yo? –contesté.

– Sí, vos. Me suelo equivocar muy rara vez. No sos de acá.

– Efectivamente –dije–. Soy Francés.

– Se te nota algo en el acento –dijo el hombre del gacho gris.

– Ya sentí algo parecido en otras conversaciones –le contesté sin calentarme, pero con un tono que le dejaba en claro que ya estaba por empezar a fastidiarme un poco.

– Dicen que yo también nací en Francia –me dijo él.

– No nací en Francia, sino en Marruecos –le dije a modo de precisar.

– Dicen que vi la luz del día por primera vez en Toulouse, pero es pura mentira. No era más que una cuestión de herencia para cobrar. Falsificaron los documentos. Soy Uruguayo, aunque pedí la naturalización argentina y que me la concedieron. En realidad, nací en Tacuarembó.

– Y a mí, ¿qué me importa? –le contesté.

Y me fui a esperar mi ómnibus (o sea que me iba para el centro). Sentí el peso de su mirada en mi espalda. Me di vuelta para ver que estaba haciendo. Me miró tristemente y me dijo:

– Bueno, tengo un avión esperándome.